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El nido de libros

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El nido de libros

We are thrilled to reprint the Spanish translation of Naomi Kritzer's Tor.com original story “Little Free Library”, first published in SuperSonic's February 2021 issue. Many thanks to Naomi, Cristina Jurado,…

Illustrated by Chris Buzelli

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Published on March 31, 2021

We are thrilled to reprint the Spanish translation of Naomi Kritzer’s Tor.com original story “Little Free Library”, first published in SuperSonic‘s February 2021 issue. Many thanks to Naomi, Cristina Jurado, Marcheto, and the SuperSonic team!

 

 

Meigan construyó su nido de libros a partir de un kit, porque quería que fuese una obra de arte. Lijó la madera y le aplicó una capa de imprimación, luego pegó las piedrecitas que había recogido en la orilla del lago Superior durante el verano y, a su alrededor, trazó espirales color añil con pintura acrílica. Cuando lo montó sobre el poste del exterior de su casa de Saint Paul, resolvió pintar también el poste, así que dibujó un camino fucsia que subía dando vueltas hasta la caja del extremo superior y lo perfiló con guijarros más pequeños. Como la pintura fucsia para manualidades tenía puntitos de purpurina, decidió que la caja para los libros también debía tenerlos. Por último, atornilló el cartel que decía, «Nido de libros», donde figuraban las instrucciones: «Coge un libro, deja un libro».

Meigan nunca había visto un nido de libros hasta que se mudó a Saint Paul, donde los había por doquier. Cada una de estas pequeñas bibliotecas era en esencia una caja con libros gratuitos resguardados de la climatología. También existía una página web donde podías dar de alta tu nido. Había quien se especializaba en un tipo de obras concreto y quien utilizaba la segunda estantería para intercambiar semillas. Ella sopesó empezar quitándose de en medio los libros que le habían gustado pero que sabía no volvería a leer; libros que había llevado con ella en la mudanza, pero para los que no tenía espacio suficiente y que, total, prácticamente lo único que hacían era acumular polvo. Si se los pasaba a alguien, esa otra persona podría leerlos, disfrutarlos y sacarles partido.

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Meigan veía el nido de libros desde la ventana de su sala de estar, y el primer día observó cómo algunos niños del barrio se detenían para echar un vistazo a su interior. Cuando se pasó a ver por la tarde, reparó en que se habían llevado tanto El juego de Ender como La búsqueda del dragón y Danny Dunn y la máquina de hacer deberes. Al día siguiente se encontró con que alguien había dejado un ejemplar del El código Da Vinci. Eso la hizo esbozar una mueca, pero bueno, había gente a la que le encantaba, así que ¿por qué no? Dejó su ejemplar repetido de La comunidad del anillo, junto con dos libros de Terry Pratchett.

En el futuro coge solo uno o dos cada vez, por favor, o plantéate la posibilidad de dejar uno tuyo para disfrute de los demás. Hasta entonces, espero que lo pases en grande leyendo los que te llevaste. Cuando los hayas terminado, compártelos con los demás, ¡por favor!

Cuando el martes por la tarde llegó a casa del trabajo, se habían llevado La senda de la profecía y, en la estantería superior del nido, donde había estado el ejemplar, habían dejado un objeto de madera lijada que, tras examinar con cuidado, cayó en la cuenta de que era un silbato tallado a mano a partir de una rama. Se lo llevó al interior de la casa, lo depositó sobre la repisa de la chimenea y luego sacó al nido La reina de la hechicería.

Al día siguiente, La reina de la hechicería había desaparecido y alguien había dejado en su lugar una pequeña estatuilla metálica que representaba una serpiente. Era muy pesada y le recordó a los antiguos soldaditos de plomo, fabricados como juguetes pero que sus padres colocaban en una estantería alta a modo de objetos decorativos dado que el plomo era un material muy poco apropiado para un juguete infantil. Se la llevó al interior de la casa, la situó junto al silbato y después llevó al nido el siguiente libro de las Crónicas de Belgarath.

Durante las dos siguientes semanas, el misterioso usuario de la biblioteca fue dejando objetos todos los días, algunos de lo más extraño: una pequeña pluma de pájaro verde oscuro que, salvo por el color, parecía pertenecer a un mirlo; una minúscula vasija de arcilla con un corcho fijado en su lugar con cera color óxido; un animal esculpido en piedra, tan abstracto que fue incapaz de identificarlo; un aro delgado asimismo labrado en piedra, demasiado grande para un anillo y demasiado pequeño para un brazalete, y un imperdible forjado a mano.

Estos obsequios eran innecesarios pero encantadores. Meigan les tomó fotografías que envió por correo electrónico a sus antiguos amigos; dos de ellos encargaron su propia biblioteca para desprenderse de los libros que ya no querían, y a su vez informaron a Meigan de que los nidos habían resultado ser una manera excelente de conocer a sus vecinos y además todo el mundo pensaba que molaban un montón, aunque a ellos no les habían dejado ni plumas ni tallas.

Y entonces, un día, en una hoja en blanco de papel amarillento y quebradizo que parecía arrancada de algún viejo libro de bolsillo:

A los Bibliotecarios:

¿Existe una continuación de La comunidad del anillo? Me encantaría leerla. Les entregaré todo lo que tengo a cambio de los demás libros, si me los puedo quedar. Otra cosa, siento lo del otro día, cuando me llevé todo. Prometo no volverlo a hacer jamás. ¿Qué querrían a cambio del siguiente libro sobre Frodo, si es que existe?

Estaba escrito con tinta, ligeramente emborronada, como si el autor hubiera utilizado una pluma pero no supiese bien cómo se usaba.

Bien.

En Saint Paul no andaban escasos ni de artistas ni de excéntricos. A lo mejor esto podía desembocar en una amistad con alguien del barrio. Sonriendo para sí misma, Meigan sacó Las dos torres de la caja de libros y metió una nota entre sus páginas: «A la persona que ha solicitado el siguiente libro sobre Frodo: déjeme otra de sus creaciones artísticas y podremos considerar que esto ha sido un buen negocio para ambas partes. LA BIBLIOTECARIA».

Al día siguiente no apareció ningún regalo, pero un día más tarde dejaron una hoja de papel (de nuevo arrancada de las páginas en blanco del final de algún libro de bolsillo, a juzgar por el tamaño), enrollada y atada con un hilo rojo. Meigan la desembarazó del hilo y la desplegó. Trazado con la misma tinta ligeramente amarronada de la nota, el dibujo de un gato.

La cosa se estaba poniendo de lo más entretenida. Meigan se preguntó de cuál de sus vecinos se trataría. La siguiente petición tenía que estar al caer: no hay nadie que termine Las dos torres y no quiera leer El retorno del rey. Mientras tanto dejó la siguiente entrega de Las crónicas de Belgarath, una novela de la serie Heraldos de Valdemar y un libro ilustrado sobre la visita al dentista de un dragoncito que echaba fuego por la boca.

En efecto, al día siguiente dejaron otra nota: «A la Bibliotecaria: Seguro que hay otro libro sobre Frodo. Le he hecho otro dibujo, pero si prefiere alguna otra cosa se la puedo facilitar». Y debajo habían dibujado una hoja de árbol. Se asemejaba a una hoja de arce, con cinco lóbulos, pero tenía los bordes con más salientes y picos de lo normal, lo que le otorgaba un aspecto casi afractalado.

«Al autor de la nota de esta mañana —escribió ella—, por favor, déjeme una hoja como la que ha dibujado».

Ella se esperaba algo recortado, tal vez de papel, pero lo que recibió a cambio de El retorno del rey fue una hoja auténtica, verde y recién arrancada. Casi parecía de arce, pero… no. Para añadir extrañeza al asunto, era febrero: no quedaba ni un árbol verde y con follaje en el barrio, gélido y gris todo él, cubierto por completo con un manto de nieve. Aunque a lo mejor… a lo mejor había metido la hoja en el congelador o algo así. O a lo mejor la hoja se había caído de algún árbol que tuviese en su casa en una maceta. O a lo mejor la había cogido a hurtadillas durante una visita al jardín de invierno de Saint Paul, que estaba lleno de especímenes tropicales…

Sacó una fotografía a la hoja y se la mandó a una antigua amiga aficionada a la botánica, para ver si era capaz de identificarla. Su amiga le respondió ligeramente desconcertada. Sí que parecía corresponder a algún tipo de arce, pero no a una variedad que a ella le resultara conocida. Sugirió a Meigan que probase a preguntar en el departamento de educación para adultos de la universidad.

En lugar de eso, Meigan la guardó encima de la nevera y trató de no pensar en ella. No quería ni imaginar que pudiese estar involucrada en algo que no fuese un simple y ameno intercambio de misivas con un artista entregado a un juego. Sin embargo, un día más tarde, cuando salió a reponer la biblioteca… dejó un ejemplar de La defensa de tu castillo, que había comprado porque tenía pinta de ser divertidísimo pero al que solo había echado una ojeada dado que en realidad no tenía intención alguna ni de cavar un foso alrededor de su casa ni de instalar ballestas.

El libro ya no estaba al día siguiente.

Y unos días después, le dejaron una minúscula y reluciente moneda de oro junto con otra nota:

A la Bibliotecaria:

No sé qué he hecho para merecer el favor de los dioses, pero quiero expresarle mi agradecimiento, mi profundo agradecimiento por su bondad hacia mí. Creía que nuestra causa estaba perdida; creía que jamás tendría la oportunidad de vengar lo que le hicieron a mi familia; sin embargo, ahora, de pronto, se me ha brindado un camino para seguir adelante. Que los dioses la bendigan.

Si puede proporcionarme más libros como este, le dejaré hasta la última limadura de oro que consiga encontrar.

La moneda de oro era un disco diminuto, del tamaño de una pieza de diez centavos pero más fina. En una de las caras tenía acuñada la imagen de un pájaro con las alas extendidas; la otra lucía bien un candelabro bien una caja torácica, Meigan no estaba segura. De acuerdo con su balanza de cocina pesaba cuatro gramos, así que, si se trataba de oro auténtico, su valor era de más de cien dólares. Por supuesto que la mayoría de los objetos metálicos dorados no eran de oro legítimo, ahora bien… para su minúsculo tamaño era considerablemente pesada y, cuando probó a aproximar un imán, quedó bien claro que no era de un material magnético. En teoría podía haberla mordido, pero no quería echar a perder las imágenes acuñadas.

Por primera vez sintió un aguijonazo de incertidumbre.

¿Pero qué es lo que realmente está pasando aquí? ¿A quién le estoy entregando libros?

A un artista, se respondió con firmeza. A un cuentista. A un vecino. La moneda probablemente sea de bronce, latón o algún otro metal gualdo, y la ha forjado con sus propias manos a modo de pasatiempo, igual que talla silbatos y todo lo demás.

Metió un libro para colorear sobre acueductos romanos y dejó una nota: «¿Quién eres?». Y también un bloc, porque la idea de alguien arrancando páginas en blanco de libros para escribir en ellas la hacía sentir incómoda. Unos minutos más tarde volvió a salir de la casa y añadió un bolígrafo.

Yo estoy al servicio de la reina legítima y de su heredero, a los que el tío de nuestra soberana ha usurpado el trono; de acuerdo a las órdenes de él, la reina profesó votos y se unió a una orden de hermanas laicas, con las que ha vivido desde entonces. Pero todas mis oraciones fueron escuchadas el día que encontré su Biblioteca, y yo quedo eternamente a los pies de USTED, Bibliotecaria de los Libros del Árbol.

Hemos empezado a construir una ballesta, en secreto. Por favor, envíeme más libros.

Meigan compró un ejemplar de Abrir en caso de apocalipsis: Guía rápida para reconstruir la civilización y lo dejó en la biblioteca. Luego, un libro sobre historia militar; a continuación, otro sobre la evolución de las armas; por último, un manual táctico militar. Cada uno fue recompensado con monedas, todas acuñadas con un candelabro (o parte de un esqueleto) y un pájaro, todas de oro (o doradas, al menos).

Cada vez le costaba más concentrarse en cualquier asunto ajeno a su biblioteca ―qué nuevos libros dejar; quién, exactamente, podría venir; si de verdad continuaba creyendo que se trataba de un artista del barrio enfrascado con ella en un juego apasionante―. Dos noches trató de vigilar el nido desde su sala de estar, pero las dos se quedó dormida.

Por fin, un día encontró una nota: «Estamos preparados. Muchas gracias por toda su ayuda. Ruegue por nuestra victoria».

Y las misivas dejaron de aparecer. Alguien sí que se llevó el ejemplar de Fuego griego, flechas envenenadas y escorpiones, pero no dejó moneda ni nota alguna.

Tras unos pocos días sin novedades, Meigan reunió las monedas y las llevó a un joyero, que le dijo que sí, que eran de oro genuino y podía pagarle mil doscientos cuarenta y cinco dólares por el lote si deseaba venderlas.

Nadie se gasta más de mil dólares en una broma.

Ella no deseaba venderlas. Si hubiera estado a punto de perder su casa las hubiese vendido sin dudar, pero la idea de separarse de esa prueba tangible de… de lo que fuera que había sucedido… no. Le dijo al joyero que se lo pensaría y se las volvió a llevar.

De vuelta en casa, fue a buscar la hoja de árbol que había dejado encima de la nevera, pero se había secado y desmenuzado. Echó un nuevo vistazo a los regalos, a los que le habían dejado antes de que empezasen las monedas. A lo mejor se los podía llevar a alguien y ver qué opinaba, siempre y cuando no creyera que estaba loca. Siempre y cuando no pensase que era material robado. Se le pasó por la cabeza que efectivamente podrían ser robados, que a lo mejor alguien estaba jugando con ella y que esa persona regalaba alegremente mil doscientos dólares en oro porque en realidad no le pertenecían. No obstante, estuvo mirando fotografías de monedas antiguas y no encontró nada semejante a las que ella tenía. Sin embargo, el imperdible forjado a mano era una fíbula, y sí que se topó con instantáneas de otras similares. Algunas eran de la Antigua Grecia y la Antigua Roma; otras, de artistas modernos que vendían sus obras en sitios web como Etsy.

Una noche templada (por fin había llegado la primavera) instaló una silla en el jardín y probó una vez más a quedarse vigilando. Muy a su pesar, se quedó dormida; cuando a una hora intempestiva de la madrugada se despertó con un sobresalto y miró… el nido no estaba, había desaparecido. Clavó los ojos en el que había sido su lugar y entonces lo vio. Había regresado —o en realidad nunca había desaparecido—; lo ocurrido la dejó con una frustrante sensación de incertidumbre.

Era como si al llegar al final de un libro se hubiera encontrado con que faltaba la última página.

Entonces, un lunes por la mañana abrió el nido y halló otra nota junto con una caja que parecía haber sido tallada a mano a partir de un bloque de madera.

«Todo está perdido —decía la nota—. Nuestra superioridad armamentística no pudo compensar su superioridad numérica. Nuestra última esperanza reside en encomendarle a usted el retoño de nuestra señora antes de tenerlos encima, al que podrá custodiar del mismo modo que custodia libros».

¿Retoño?, pesó Meigan alarmada. Abrió la caja.

El interior de la caja de madera estaba forrado con paja… y había un huevo.

Era un huevo grande, no enorme como los de avestruz, pero sí que ocupaba toda la palma de su mano. Era de un tono verde argénteo, con manchas que casi parecían escamas.

¿Qué se hace con los huevos?

Bueno, se los mantiene calientes…

Meigan lo llevó al interior de la casa.

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“El nido de Libros” reprinted from SuperSonic, Número 16
Translation copyright © 2021 by Marcheto
“Little Free Library” copyright © 2020 by Naomi Kritzer
Art copyright © 2020 by Chris Buzelli

Little Free Library® is a registered trademark of Little Free Library LTD, a 501(c)(3) nonprofit organization.

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Naomi Kritzer

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